domingo, 3 de agosto de 2014

Casos


De camino al habla

Formas de empezar a hablar en el autismo
 
Enric Berenguer, Mariela Roizner[1]

 
La clínica del autismo, en su dimensión espectral – ante la presión creciente por parte de la psicología cognitivo-conductual para extender ese diagnóstico a edades cada vez más tempranas – nos obliga a responder desde lo que el psicoanálisis nos enseña. Debemos hacerlo en defensa de cada niño y de su singularidad como sujeto, frente a la acometida uniformadora del delirio de la evaluación.

Dentro de este debate, la cuestión del “aprendizaje” forzado del habla en niños diagnosticados como autistas es quizás una de las más graves, dado que se trata de prácticas que inciden en lo más fundamental de la operación del sujeto en torno a la producción posible de un yo(je) desde donde hablar.

Dicha operación, impedida como está o dificultada gravemente en algunos niños, encuentra siempre, sin embargo, vías sintomáticas que ponen en juego lo más singular de cada uno. Es a partir de ellas, no a través de normas universales, como se le puede ayudar a encontrar su propio camino al habla, acompañándolo en él de la mejor manera. La cuestión del aprendizaje, si tiene alguna pertinencia, sólo podría plantearse con posterioridad a la posibilidad por parte del niño de situarse respecto a dos cuestiones cruciales: qué es hablar y quién habla.

El caso por caso nos demuestra que, más allá de cierta comunidad que permita pensar en términos de  estructura, los recursos efectivos puestos a contribución por el sujeto varían enormemente. En esto, como en otras cosas, es el síntoma lo que nos orienta.

Se expondrán dos casos, atendidos en una misma institución, que muestran formas completamente distintas de acercarse a la palabra.

 

 

Del  mutismo a  la  palabra,  pasando por  la  imagen

 

Lara fue atendida en un CDIAP[2] durante tres años, de sus tres a sus seis años. Al inicio, presentaba un mutismo absoluto, esquivaba la mirada, no respondía cuando la llamaban y no emitía ningún sonido. En el momento de finalizar (el programa atiende a los niños hasta los 6 años) y derivarla a otra psicoanalista, con quien continuaría su trabajo, Lara ya establecía un diálogo con su interlocutor.

 

El mutismo y el rechazo

 

Lara plantea desde el principio ciertas exigencias en su encuentro con la analista. La mirada y la voz de esta última han de estar lo más ausentes posibles. Sólo cuando se cumplen estas condiciones puede empezar a jugar con lo que tiene delante. De lo contrario, se queda paralizada, con la mirada en el vacío, abre y cierra repetidamente su mano, tocando su “media” (calcetín de media color piel). Lara no puede desprenderse de este objeto que  necesita llevar en la mano, especialmente cuando sale de su casa. En casa también lo lleva, pero puede dejarlo en algunos momentos puntuales, siempre y cuando esté a la vista.

En las sesiones, de a ratos, se limita sostener la media con el puño cerrado, mientras que en otros momentos la frota o acaricia repetidamente, o bien  abre y cierra su mano, con movimientos rápidos, teniendo la media siempre en su palma.

Paulatinamente, en las sesiones, empezará a señalar con el dedo algún juguete de  un estante para que se lo dé, siempre en silencio. Su interés se centra en juegos de encajar piezas. Coloca cada pieza en su agujero correspondiente, a la perfección. Repite la misma operación, una y otra vez, muy atenta a la forma del objeto.

Se hace patente desde entonces que para ella la imagen de los objetos y su contorno, el borde, resulta muy importante. Podemos poner esto en relación con la elección de su objeto personal: la media. En efecto, se trata de un objeto cuya característica es que en su uso original se encuentra en la superficie de una parte del cuerpo, en concreto en el extremo de una extremidad. Borde y superficie corporal están pues, para Lara, relacionados, y esta relación constituye una cuestión fundamental a la que responde su trabajo en la cura.

Hay un fenómeno sintomático relevante en este sentido, que define el espacio en el que para ella se plantea el problema del borde y la superficie. Nos referimos al espacio especular. Cuando, en la escuela, se le acerca algún niño, Lara se deja caer al suelo. Se diría que no tiene un sitio posible en el lugar al que la convoca el encuentro con el semejante.

 

Un doble animal: Pato

 

Lara no puede acceder, pues, a su imagen; no puede identificarse frente al otro especular. Pero será capaz de construir laboriosamente una vía alternativa para suplir esa imposibilidad de partida. Lo hará, significativamente, a través de cierta identificación heteromórfica, recurso para sortear el abismo del espejo.

Al cabo de un año de tratamiento, en una sesión, tras finalizar un video de una serie de dibujos animados, ocurre algo diferente. Lara dice “ato”. Uno de los personajes del video de dibujos animados es un pato que se llama Pato. Se trata de un personaje cuyas características podemos definir así: en primer lugar, no es un niño ni una niña, sino que tiene forma animal; y, por otra parte, en él coincide el nombre común con el nombre propio.

Esto nos da que pensar en relación a la pasión de Lara por los encajes. En primer lugar, hay un desencaje, la relación de la imagen de la niña con aquella otra, heterogénea, del pato. En segundo lugar, esto se produce contando con el apoyo en otro tipo de “encaje” – de una modalidad muy diversa – presente en el personaje por ella elegido: en él “encajan” el nombre común y el nombre propio. A partir de estas dos premisas, el problema del encaje, el borde y el espacio especular  puede empezar a ser elaborado por su parte.

Así, Lara incorpora en su juego anterior a los muñecos de este video. Primero intenta colocarlos en los agujeros destinados a las piezas de encaje, sin éxito. Luego, como respuesta a esta imposibilidad, ante la constatación de lo que no encaja, imita de manera estereotipada los movimientos de esos personajes y repite sus palabras, que va aprendiéndose de memoria. Unos meses después, realiza los movimientos de los personajes de la serie delante del espejo.

Podemos decir que Pato empieza a funcionar para Lara como un doble. En él y mediante él, algo de lo humano empieza a aparecer y desarrollarse. Monta a Pato en un coche, lo pone a dormir, le da de comer. Paulatinamente, introduce bebés y otros muñecos en sus juegos. Al principio en silencio. Posteriormente, empieza a decir algunas palabras sueltas referidas a los objetos y las acciones que realiza.

Es en este momento cuando se empieza a constatar un cambio muy significativo en su relación con los demás: acepta mejor las palabras que los otros le dirigen, ya no se queda petrificada ni desvía la mirada. Sin embargo, a pesar de que pronuncia palabras, aún no habla, en el sentido de que esas palabras tengan algo que ver con ella como sujeto. De cualquier manera, ello le permite estar con otros y, cuestión fundamental, ya no se deja caer al suelo si se le acerca algún niño.

 

Un borde sintomático

 

El trabajo de Lara sobre la instauración de los bordes en relación a la superficie del cuerpo y su imagen sigue desarrollándose, ahora a través de nuevos medios. Al cabo de seis meses aparece un interés inédito: el dibujo, actividad que se mantendrá hasta el final. En una primera fase, pinta con colores dentro de los bordes de dibujos impresos (de personajes del video: Pato, Pocoyó, Eli). Más adelante, dibuja ella misma los bordes. En una hoja en blanco, coloca un muñeco encima y dibuja, repasando los bordes de los pies. Luego hace lo mismo con los bordes de su mano y de la mía.

Pero, simultáneamente, otro tipo de bordes corporales se están poniendo en juego para ella. Esto ocurre en un momento en que se produce un cambio que preocupa mucho a su madre: la niña no quiere comer. Es entonces cuando los mismos muñecos empiezan a tener un nuevo uso en sesión: Lara simula que les da de comer, representando gestualmente la dimensión de un exceso, de un forzamiento. Y acompaña su acción pronunciando el imperativo “¡Come!” De inmediato, la analista ocupa un lugar en este juego y es alimentada pasivamente del mismo modo que los muñecos.

Tras algunas entrevistas con la madre, la situación respecto a la comida mejora. Comprobamos que su construcción prosigue ahora bajo otra modalidad en relación al objeto oral. Porque, además de su rechazo selectivo (muy pocos alimentos se salvan, y los come en cantidades reducidas), desarrolla algo que tiene un valor de síntoma. Por un lado, ahora Lara sólo puede comer en una mesa aparte, siempre y cuando no se le pida que coma. Pero, por otro lado, cuando se le pide que lo haga, tiene arcadas y vomita, sin poder evitarlo, lo cual también le sucede cuando ve a otros comer.

De este modo, la construcción del borde coincide en este punto con el desarrollo de una negativa a lo que vive como una exigencia del Otro. Pero no se trata tan solo de  negativismo, sino de una respuesta que implica un acontecimiento del cuerpo. La estructura del borde incluye, por lo tanto, ese elemento de un límite donde se inscribe de un modo regulado algo pulsional, produciendo así un margen en el que la iniciativa del sujeto está implicada. Ya no está en juego sólo lo que los otros quieren, sino también lo que ella misma quiere.

Esto coincide con un cambio importante en la relación con los otros niños. Mientras que antes estaba limitada a sufrir los acercamientos de los demás, primero insoportables y luego tolerados, ahora es Lara quien se acerca a ellos y se interesa activamente, hasta el punto en que, en algunos momentos, puede jugar con ellos. Al mismo tiempo, en la familia pide lo que quiere y acepta bien las muestras de afecto. Incluso en algunas ocasiones es ella misma quien se acerca para dar un beso o un abrazo a su madre, su padre o su hermana.

En consecuencia, el nuevo paso dado en la construcción del borde en su relación con el Otro muestra el doble valor y el doble uso que aquel puede tener. En primer lugar, como es obvio, mantiene a un Otro desregulado a distancia. Pero, por otra parte, cuando se afianza y se torna más complejo (y en este caso se ve que ahora incluye algo de lo pulsional que hasta entonces no formaba parte de él), le sirve al sujeto para instaurar un vínculo posible en el que el deseo del sujeto empieza a tener un lugar. De ahí que lo que aparece como una fuerte restricción, una barrera fuerte en ciertos aspectos, permite que otros aspectos de su relación con los demás mejoren de un modo importante, abriendo así la puerta a una evolución posterior y una decidida mejoría del pronóstico.

 

La identificación con la “niña guapa”

En efecto, Lara no se detiene. Prosigue con su construcción y, a partir de lo hecho hasta ahora, no sólo desarrolla nuevas posibilidades en su relación con los demás: también puede acercarse de otro modo a ella misma, a lo que ella es, cómo representarlo, como nombrarlo.

Entonces su relación con la palabra empezará a trasformarse. Una vez que ya se ha alcanzado algún modo de situar quién habla en su palabra, ésta empieza a tener otra función posible, vehicula otras cosas. En esta etapa, muy significativamente, su palabra adquiere un nuevo desarrollo en relación a una nueva aproximación al espejo, ésta vez con una participación lo pulsional escópico en el que se esboza un deseo del sujeto formulado al Otro. Al mismo tiempo, esa misma palabra se convierte también en medio de expresión de júbilo. Como a continuación veremos, son aspectos que coinciden en una misma operación.

Así, Lara ya tiene cinco años y continúa dibujando, pero ahora sus dibujos son figurativos; los hace, los pinta y los recorta. La localización del borde en el plano de la imagen de cuerpo sirve pues, de nuevo, como punto de partida. En una ocasión, dibuja una figura humana y me dice: “Mira, está contenta; la nena está contenta”. Acto seguido, se va delante del espejo, se mira seductoramente, mostrando la camiseta que lleva puesta. A partir de entonces, cada vez que me ve, muestra la ropa que lleva y  habla de ella: “Mira, qué guapa la blusa” o “Mira qué guapa estoy”.

Se comprueba, por lo tanto, que desde ese momento su imagen especular está libidinizada y le sirve para situarse frente al Otro de un modo que ya no es o puro rechazo o pasividad. Y, en efecto, este nuevo paso, esta posibilidad de identificarse con la “niña guapa”, le permitirá relacionarse con los otros de una manera más normalizada. En la escuela y también en otros ámbitos, Lara busca la relación con los demás niños. El semblante de niña es algo que, a partir de este momento, puede utilizar en su relación con los otros.

Destacamos esta cuestión de la “niña” ya que Lara no se ubica en relación al conjunto “niños”. Para ella se trata de un significante mucho más pegado a una imagen concreta, al modo de un signo[3] a este respecto. Así, en una sesión en la que buscamos videos para niños, en oposición a videos de adultos, al oír “niños” ella dice: “Pero yo no soy un niño”.

Por otra parte, como se ve por ejemplo en esta misma réplica, esa modalidad de identificación en la que se reconoce se acompaña de un avance en la asunción de una enunciación. Su “pero” supone una modalidad de objeción que ya no es el negativismo. Se trata de algo que pasa al discurso y que representa una toma de posición por parte del sujeto.

Destacamos este rasgo porque corresponde a un paso más que ella ha dado en la toma de la palabra, visible en otros aspectos. Ahora Lara ya puede, con las palabras, pedir objetos presentes o incluso ausentes, y sabe que el lenguaje sirve para algo del orden de la comunicación, mucho más allá de la designación de objetos o de pedirlos. Hay en juego un decir, un posicionarse, comunicar preferencias y afectos. Aunque, por otra parte, sigue hablando de un modo un tanto estereotipado, rígido.

Por ejemplo, ha aprendido algunas frases que utiliza en sus acercamientos a los otros, como por ejemplo “Hola, quieres jugar?” o “Quiero pintar”, o “Mira, ¿estoy guapa?” Son inicios de diálogos que no siempre es capaz de continuar. Si el otro responde de una manera diferente, inesperada para ella, no sabe proseguir. Por otro lado, puede responder si se le dirigen directamente, pero sin embargo a menudo tiene dificultades con el sentido, por ejemplo cuando hay polisemia u homonimia, y le es complicado situarse respecto del contexto.

Lo que vemos en este caso es que Lara, tras el rechazo inicial y después de un laborioso recorrido, puede tomar cosas del discurso del Otro para hablar ella misma. Aunque esto lo hace con condiciones, con algunos límites; por ejemplo, no quiere saber nada de los equívocos. En algunos puntos necesita que ciertas cosas se mantengan inmutables. Pero, paradójicamente, a pesar de y como en los intersticios de esta construcción hecha con pedazos rígidos, hay una cierta flexibilidad que en algunos momentos le permite hacer pasar por la palabra algo de ella misma.

 

 

 

De la ecolalia al diálogo

 

Se trata de un tratamiento en curso, un niño atendido desde hace un año y dos meses. Los padres de Juan consultan cuando él tiene tres años. El motivo es que presenta dificultades de integración en la escuela, no se relaciona con los otros niños, presenta desconexiones, deambula por la clase y por el patio, no responde cuando se le dirigen, y cuando lo hacen, ocasionalmente repite lo último que se le ha dicho. Por otra parte, lo que preocupa a sus padres es que no aprende.

Será a partir del encuentro con un Otro diferente en la transferencia que este niño podrá hacer un recorrido que le permitirá – apoyándose primero en significantes aislados que tienen valor de signo –  comenzar a hablar. Esto último ocurrirá cuando pueda empezar a establecer cierto tipo de conexiones entre significantes, cosa que logrará de un modo singular: en efecto, esas conexiones se producen a través de objetos a modo de soportes. Por otra parte, la conexión sintáctica entre significantes se incluirá igualmente de entrada en otro nivel de conexión, porque el discurso adquirirá la forma de un diálogo. Éste diálogo surgirá entre dos objetos en los que, precisamente, la cuestión del “enganche” estará en primer plano, aunque también la del desenganche.

 

La ecolalia

Al inicio, en sesión, Juan repite aisladamente cada una de las palabras que oye, con insistencia. Su tono de voz es monocorde, su cara inexpresiva. Esquiva la mirada y su apariencia es de estar siempre en tensión.

Se interesa por los coches y otros vehículos. Para poder tomar los objetos por primera vez, acerca una mano al objeto, mientras que con su otra mano toma la mía. Entonces, puede tocar el objeto, luego cogerlo y, finalmente, soltar mi mano. De esta forma puede ir tomando los objetos uno a uno. Pero no juega con ellos; coge un coche y otro y otro más, y los coloca tanto en la mesa como en el suelo, mientras que va repitiendo su nombre genérico: “coche”, “camión”, “grúa”. A modo de signos, esos significantes sueltos sólo sirven para designar objetos igualmente sueltos. No hay ninguna especificación, ninguna diferencia entre un coche y otro, ninguna referencia al color de cada uno, al tamaño. Tampoco usa esas palabras para pedir los objetos nombrados.

A los dos meses de venir, Juan ya puede coger los objetos él solo. Es entonces cuando puede añadir a su manipulación de objetos un elemento humano: incorpora un “conductor”, el “señor verde”, un muñeco de playmóvil que siempre ha de ser el mismo, aunque significativamente ya hay dos formas diferentes de nombrarlo. Pero un día no está ese muñeco y Juan repite insistentemente “el señor verde, el señor verde, …”. Mis palabras respecto a que no sé dónde está, que podemos buscarlo, etc., no lo pacifican. Encuentro otro muñeco que está vestido de azul y tiene un poco de verde, y lo nombro  “el señor azul y verde”. Él repite mis palabras y lo incorpora como conductor. En las siguientes sesiones busca uno u otro de estos muñecos. Sigue destacándose la referencia de los significantes empleados a lo concreto del objeto nombrado. De ahí su insistencia en el color cada vez que nombra el objeto. Se diría, pues, que la expresión “señor verde”, a pesar de estar formada aparentemente por dos significantes, no constituye sino un solo signo. Lo mismo podría decirse de “señor azul y verde”.

Esta insistencia por sostenerse en el régimen inmutable de lo uno se puede poner también en relación con algunas cuestiones referidas a su cuerpo, en particular con sus serias dificultades en los cambios de ropa. Su madre cuenta que cada vez que han de cambiarlo, para ponerle el pijama por la noche y para ponerle la ropa de calle por la mañana, Juan hace unas rabietas muy fuertes, en las cuales a veces está a punto de entrar en pánico. Generalmente, lo que más le cuesta es quitarse lo que lleva puesto, pero en ocasiones también ha ocurrido que, una vez logrado esto, luego no acepte volver a vestirse y deambule desnudo. Cuando lo bañan – cosa que le gusta mucho –  acepta mejor que le quiten la ropa, pero luego no quiere vestirse.

El control de esfínteres ya se ha producido, pero sin ninguna subjetivación: él no pide. Si lo ponen a hacer pipí, lo hace, y si no, suele aguantar muchas horas. Pero varias veces, como no pide, al final se le ha escapado. Cuando esto ocurre, Juan tampoco avisa; se queda mojado y cuando los demás ven que esto ha ocurrido lo cambian.

 

El nombre y la diferencia

A los cinco meses de tratamiento, Juan empieza a aprender paulatinamente, pero sin detenerse, las marcas de los coches, los diferentes tipos de camiones y de trenes. Es el primer paso desde “coche” – aplicado a cada cada uno por igual y por separado – hasta algo que introduce un estatuto diferente al del signo. Por un lado, la marca introduce la dimensión del nombre. A cada coche le asigna un nombre con una precisión asombrosa. Y  cuando ha podido llevar a cabo esto, luego va incorporando características tales como el color, el tamaño y las partes. Ahora las características del objeto, designadas con un adjetivo, ya no están pegadas a la palabra que lo designa. Juan utiliza su excelente memoria como recurso que le permite ir incorporando nuevos elementos a una serie de objetos que se va extendiendo.

Considerada en conjunto, su relación con el lenguaje sigue siendo muy dificultosa. En todo caso, el cambio que se ha producido es significativo. Y ello tiene una consecuencia importante: ya no rechaza de plano la enunciación del Otro respondiendo con una ecolalia. Ahora, cuando, por ejemplo en la escuela, se dirigen a él pidiéndole o preguntándole algo, Juan responde. Aunque, eso sí, mediante un recurso que le ahorra enfrentarse de lleno con su propia enunciación: lo hace hablando muy flojito, tanto que resulta prácticamente inaudible.

 

 

El enganche, el diálogo, la entonación

Hasta ahora, Juan todavía no ha hecho pasar de ningún modo su enunciación propia a la palabra. Si bien su capacidad para nombrar objetos y sus características se ha hecho cada vez más completa y tiene mucho vocabulario, no hay todavía nada que se pueda llamarse un lenguaje expresivo.

A los nueve meses de tratamiento, la serie de coches, grúas y autobuses que constituyen su amplio catálogo de objetos empiezan a trasladarse. Y Juan construye frases correctas que describen las acciones correspondientes. Las frases van adquiriendo una complejidad creciente: “El señor se va con el camión”, “El coche se ha estropeado, hay que llevarlo al taller”. Ha pasado, pues, decididamente, de las palabras sueltas a los pares de palabras y, al fin, a frases bien construidas.

Sin embargo, en tales frases no existe la menor entonación, ningún tipo de acentuación. En este sentido, se trata de un lenguaje inexpresivo que no trasmite nada del propio sujeto de la enunciación, ni de la implicación en la palabra de su cuerpo de parlêtre.

El equivalente a esa entonación faltante aparece lateralmente, sin embargo, a través de canciones de la televisión: “El coche de papá”. Canturrea “el coche se va... pipipí” y “el coche ha venido... pipipí”. Significativamente, en estas frases cantadas, aunque haciendo referencia al sonido del claxon de coche, está incluido el significante “pipí”. Y, aunque éste sea pronunciado de un modo indirecto a través de canciones – que constituyen, como tales, un lenguaje estereotipado tomado del Otro –, este significante pronunciado por él tiene consecuencias: en este momento, Juan empieza a pedir en las sesiones, “caca”. Durante un breve período de tiempo, cada vez que viene, en algún momento de la sesión, dice “caca” y se dirige a la puerta. Tras esto, comienza a pedir también en la escuela cuando tiene que ir al lavabo.

Sin embargo, no se ha producido todavía una acceso pleno a la palabra, en el sentido de que no es capaz de sostener un diálogo y todavía no puede hablar de forma expresiva: la entonación sigue ausente. Es entonces cuando, a través de una serie nueva de objetos, desarrollará un juego basado en el enganche y desenganche. Mediante este juego, su relación con la palabra empezará a transformase hasta lo que constituye el último paso que aquí consideramos en su camino al habla.

En efecto, al año del tratamiento, Juan se interesa específicamente por los trenes y sus vagones. Se acerca pidiendo ayuda para engancharlos y desengancharlos. El tren empieza a hacer recorridos. Un día, surge un diálogo entre dos vagones, diálogo en el que, por primera vez, surge una forma de hablar con una entonación rica, detallada, diferenciada. Así, un vagón le dice al otro: “Mira, yo tengo ruedas!”, a lo que el segundo  responde: “Y yo tengo un gancho!” En otra sesión,  un vagón le dice al otro: “¡Suéltame!”; y el segundo le responde: “¡No te voy a soltar!”. “¡Suéltame!”, insiste el primero, a lo cual el segundo responde aceptando: “Vale, te suelto”. Otro de los diálogos es el siguiente: “¡Venga, vamos al centro comercial!” El otro vagón responde: “¡Vale, vamos!”

Este inicio de diálogo, muy expresivo, que contrasta con lo monocorde de su voz hasta el momento, es un acceso a otra relación con la palabra, que le permite a Juan empezar a hablar en un sentido más pleno. Puede empezar a pedir – no sólo al Otro de la transferencia, sino a otras personas que trabajan en el centro – juguetes, de los que él recuerda perfectamente en qué sala están y, por lo tanto, a quién debe pedirlos. Asimismo, en la escuela, Juan empieza a relacionarse con los otros niños a través de la palabra y se dirige a la maestra para pedirle ayuda en distintos contextos.

Persiste todavía un límite definido en su capacidad para soportar todas las consecuencias de un diálogo. Por ejemplo, la cuestión de responder cuando se le dirigen sigue siendo para él un punto difícil, y por lo general no responde. Pero sí comienza a hacerlo cuando lo que le están diciendo o preguntando tiene algún interés especial para él.

 

Para concluir

 

Para algunos sujetos, llamados autistas, la dificultad central se sitúa en la enunciación, cuyo soporte fundamental es la voz. Cuestión que se traduce en un rechazo de la enunciación del Otro, pero también en la imposibilidad de tomar la palabra, hasta el punto de que la palabra no surge, o cuando lo hace, ello es con limitaciones graves. El goce del sujeto que no se invierte en la palabra, goce desregulado, sin ley, retorna a un borde[4], estructura en cuya construcción el sujeto empeña un esfuerzo constante. Dicho borde separa al sujeto del Otro y marca su relación con los objetos, además de mantenerlo fuera de discurso bajo una modalidad específica.

En todo caso, esta constelación de rasgos adquiere una forma sintomática específica en cada caso, que marca las condiciones para todo tratamiento posible que logre cierta restitución de la posibilidad de tomar la palabra para el sujeto, invirtiendo en ella algo de su goce de ser viviente. Sólo así es posible, por otra parte, una regulación más efectiva del goce y el establecimiento de algo que supla el lazo social.

Por otra parte, el síntoma en cuestión no es nunca unidimensional. El borde que define separa al sujeto del Otro, pero también establece las condiciones para llevarlo más allá. Probablemente el sujeto nunca salga de esos límites, pero éstos se amplían, se hacen más porosos.

A lo largo de este trabajo, el acceso posible a una palabra constituye un elemento crucial. El mutismo, o la ecolalia y otras formas de lenguaje estereotipado, son unos de los rasgos más visibles en los niños comprendidos en la gama de lo que hoy día se presenta como espectro autístico. En consecuencia, se encuentran entre los problemas que más a menudo motivan una demanda de tratamiento, un diagnóstico... y finalmente son objeto, con cada vez mayor frecuencia, de un tratamiento cognitivo-conductual.

Como hemos motrado, la singularidad de las vías de acceso al habla son totalmente ajenas a cualquier discurso educativo o cognitivo. Y en todo caso vienen definidas por el propio sujeto. El analista opta por acogerlas y desarrollar sus potencialidades, en vez de tratar de eliminarlas o someterlas a una normalización del tipo que sea.

En el nudo que está en juego la cuestión de la enunciación, participan lo simbólico del lenguaje, lo imaginario del cuerpo y lo real pulsional. Pero las vías para su reanudamiento son muy diversas y vienen indicadas por ciertos rasgos sintomáticos en cada caso.

Lara nos enseña que las cierto trabajo con identificaciones imaginarias despeja el camino y brinda al sujeto un asidero para empezar a hablar. Ello se lleva a cabo de un modo más auténtico cuando algo de la libido se puede alojar en una identificación en la que el goce del sujeto tiene un lugar. La niña con la que se identifica constituye un estadio importante en la formación de un yo(je) desde el que puede hablar – con esto aludimos a un rasgo del título que Lacan dio a su escrito “El estadío del espejo”. Pero esto es así porque se trata de un significante y de una imagen a los que se asocia una carga libidinal.  La niña es valiosa como bella y reconocida como tal por el Otro y por el propio sujeto. Pero no es suficiente con esa delimitación imaginaria del borde y la producción de “la niña”. El borde, como límite entre el sujeto y el Otro, pasa en un momento importante por un tipo de respuesta que pone en juego lo real del cuerpo. Es la pulsión oral lo que interviene y es objeto de alguna regulación, en la que el Otro es mantenido a raya. Que ese borde participa aquí de lo real, lo demuestra un acontecimiento del cuerpo en el que la pulsión oral está implicada.

Para Juan, por el contrario, la cuestión no se aborda a través de la imagen especular. Hay una modalidad de objeto que surge (los vagones de tren) que en verdad tiene hasta cierto punto la función de un doble, en tanto sirve de soporte imaginario para la enunciación del sujeto. Pero se trata de algo episódico, que no cumple el papel importante que tiene Pato para Lara. En el caso de Juan, tanto el síntoma como su trabajo subjetivo se sitúan en el plano del enganche y desenganche de las palabras. Seguramente, para que las palabras puedan engancharse adecuadamente y puedan dar lugar a un decir, primero tienen que poder desengancharse. Recordemos que, de entrada, para él las palabras están enganchadas a las cosas; y también, o están del todo aisladas, o bien se enganchan excesivamente constituyendo una unidad sin intersticios. Los enganches de los vagones son el medio (igualmente imaginario, pero inscrito en una lógica diferente) para que pueda surgir el significante como separado de la cosa y con la aptitud para engancharse de otros de modos lo suficientemente libres como para poder transportar una enunciación propia.

En un caso y otro, la cura viene marcada por la forma en que, para el propio sujeto, está planteado el problema. En el centro del tratamiento se encuentra, pues, la invención del sujeto, acogida con todo respeto por el analista.

 



[1] Agradecemos la amable autorización de sus autores.
[2] En el CDIAP de Sant Boi de Llobregat (Barcelona), centro que forma parte de la red de servicios de Atención Precoz de Cataluña. En él los niños son atendidos, entre otros, por psicoanalistas. Los casos son discutidos por el conjunto del equipo.
[3] Sobre el estatuto del significante en forma de signo en el autismo, veáse Jean-Claude Maleval, L'Autiste et sa voix, Seuil, Champ Freudien, 2009, pág. 180.
[4] “... fait retour sur un bord”, tal como esta noción introducida por Éric Laurent en “Discussion”, en L'Autisme et la psychanalyse, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1992, pág. 156.