De camino al habla
Formas de empezar a
hablar en el autismo
Enric Berenguer,
Mariela Roizner[1]
La clínica del autismo, en su dimensión espectral – ante la presión
creciente por parte de la psicología cognitivo-conductual para extender ese
diagnóstico a edades cada vez más tempranas – nos obliga a responder desde lo
que el psicoanálisis nos enseña. Debemos hacerlo en defensa de cada niño y de
su singularidad como sujeto, frente a la acometida uniformadora del delirio de
la evaluación.
Dentro de este debate, la cuestión del “aprendizaje” forzado del habla
en niños diagnosticados como autistas es quizás una de las más graves, dado que
se trata de prácticas que inciden en lo más fundamental de la operación del
sujeto en torno a la producción posible de un yo(je) desde donde hablar.
Dicha operación, impedida como está o dificultada gravemente en algunos
niños, encuentra siempre, sin embargo, vías sintomáticas que ponen en juego lo
más singular de cada uno. Es a partir de ellas, no a través de normas
universales, como se le puede ayudar a encontrar su propio camino al habla,
acompañándolo en él de la mejor manera. La cuestión del aprendizaje, si tiene
alguna pertinencia, sólo podría plantearse con posterioridad a la posibilidad
por parte del niño de situarse respecto a dos cuestiones cruciales: qué es
hablar y quién habla.
El caso por caso nos demuestra que, más allá de cierta comunidad que
permita pensar en términos de
estructura, los recursos efectivos puestos a contribución por el sujeto
varían enormemente. En esto, como en otras cosas, es el síntoma lo que nos
orienta.
Se expondrán dos casos, atendidos en una misma institución, que muestran
formas completamente distintas de acercarse a la palabra.
Del mutismo a la palabra,
pasando por la imagen
Lara fue atendida en un CDIAP[2]
durante tres años, de sus tres a sus seis años. Al inicio, presentaba un
mutismo absoluto, esquivaba la mirada, no respondía cuando la llamaban y no
emitía ningún sonido. En el momento de finalizar (el programa atiende a los
niños hasta los 6 años) y derivarla a otra psicoanalista, con quien continuaría
su trabajo, Lara ya establecía un diálogo con su interlocutor.
El mutismo y el rechazo
Lara plantea desde el principio ciertas exigencias en su encuentro con
la analista. La mirada y la voz de esta última han de estar lo más ausentes
posibles. Sólo cuando se cumplen estas condiciones puede empezar a jugar con lo
que tiene delante. De lo contrario, se queda paralizada, con la mirada en el
vacío, abre y cierra repetidamente su mano, tocando su “media” (calcetín de
media color piel). Lara no puede desprenderse de este objeto que necesita llevar en la mano, especialmente
cuando sale de su casa. En casa también lo lleva, pero puede dejarlo en algunos
momentos puntuales, siempre y cuando esté a la vista.
En las sesiones, de a ratos, se limita sostener la media con el puño
cerrado, mientras que en otros momentos la frota o acaricia repetidamente, o
bien abre y cierra su mano, con
movimientos rápidos, teniendo la media siempre en su palma.
Paulatinamente, en las sesiones, empezará a señalar con el dedo algún
juguete de un estante para que se lo dé,
siempre en silencio. Su interés se centra en juegos de encajar piezas. Coloca
cada pieza en su agujero correspondiente, a la perfección. Repite la misma
operación, una y otra vez, muy atenta a la forma del objeto.
Se hace patente desde entonces que para ella la imagen de los objetos y
su contorno, el borde, resulta muy importante. Podemos poner esto en relación
con la elección de su objeto personal: la media. En efecto, se trata de un
objeto cuya característica es que en su uso original se encuentra en la
superficie de una parte del cuerpo, en concreto en el extremo de una
extremidad. Borde y superficie corporal están pues, para Lara, relacionados, y
esta relación constituye una cuestión fundamental a la que responde su trabajo
en la cura.
Hay un fenómeno sintomático relevante en este sentido, que define el
espacio en el que para ella se plantea el problema del borde y la superficie.
Nos referimos al espacio especular. Cuando, en la escuela, se le acerca algún
niño, Lara se deja caer al suelo. Se diría que no tiene un sitio posible en el
lugar al que la convoca el encuentro con el semejante.
Un doble animal: Pato
Lara no puede acceder, pues, a su imagen; no puede identificarse frente
al otro especular. Pero será capaz de construir laboriosamente una vía
alternativa para suplir esa imposibilidad de partida. Lo hará,
significativamente, a través de cierta identificación heteromórfica, recurso para
sortear el abismo del espejo.
Al cabo de un año de tratamiento, en una sesión, tras finalizar un video
de una serie de dibujos animados, ocurre algo diferente. Lara dice “ato”. Uno
de los personajes del video de dibujos animados es un pato que se llama Pato.
Se trata de un personaje cuyas características podemos definir así: en primer
lugar, no es un niño ni una niña, sino que tiene forma animal; y, por otra
parte, en él coincide el nombre común con el nombre propio.
Esto nos da que pensar en relación a la pasión de Lara por los encajes.
En primer lugar, hay un desencaje, la relación de la imagen de la niña con
aquella otra, heterogénea, del pato. En segundo lugar, esto se produce contando
con el apoyo en otro tipo de “encaje” – de una modalidad muy diversa – presente
en el personaje por ella elegido: en él “encajan” el nombre común y el nombre
propio. A partir de estas dos premisas, el problema del encaje, el borde y el
espacio especular puede empezar a ser
elaborado por su parte.
Así, Lara incorpora en su juego anterior a los muñecos de este video.
Primero intenta colocarlos en los agujeros destinados a las piezas de encaje,
sin éxito. Luego, como respuesta a esta imposibilidad, ante la constatación de
lo que no encaja, imita de manera estereotipada los movimientos de esos
personajes y repite sus palabras, que va aprendiéndose de memoria. Unos meses
después, realiza los movimientos de los personajes de la serie delante del
espejo.
Podemos decir que Pato empieza a funcionar para Lara como un doble. En
él y mediante él, algo de lo humano empieza a aparecer y desarrollarse. Monta a
Pato en un coche, lo pone a dormir, le da de comer. Paulatinamente, introduce
bebés y otros muñecos en sus juegos. Al principio en silencio. Posteriormente,
empieza a decir algunas palabras sueltas referidas a los objetos y las acciones
que realiza.
Es en este momento cuando se empieza a constatar un cambio muy
significativo en su relación con los demás: acepta mejor las palabras que los
otros le dirigen, ya no se queda petrificada ni desvía la mirada. Sin embargo,
a pesar de que pronuncia palabras, aún no habla, en el sentido de que esas
palabras tengan algo que ver con ella como sujeto. De cualquier manera, ello le
permite estar con otros y, cuestión fundamental, ya no se deja caer al suelo si
se le acerca algún niño.
Un borde sintomático
El trabajo de Lara sobre la instauración de los bordes en relación a la
superficie del cuerpo y su imagen sigue desarrollándose, ahora a través de
nuevos medios. Al cabo de seis meses aparece un interés inédito: el dibujo,
actividad que se mantendrá hasta el final. En una primera fase, pinta con
colores dentro de los bordes de dibujos impresos (de personajes del video:
Pato, Pocoyó, Eli). Más adelante, dibuja ella misma los bordes. En una hoja en blanco,
coloca un muñeco encima y dibuja, repasando los bordes de los pies. Luego hace
lo mismo con los bordes de su mano y de la mía.
Pero, simultáneamente, otro tipo de bordes corporales se están poniendo
en juego para ella. Esto ocurre en un momento en que se produce un cambio que
preocupa mucho a su madre: la niña no quiere comer. Es entonces cuando los
mismos muñecos empiezan a tener un nuevo uso en sesión: Lara simula que les da
de comer, representando gestualmente la dimensión de un exceso, de un forzamiento.
Y acompaña su acción pronunciando el imperativo “¡Come!” De inmediato, la
analista ocupa un lugar en este juego y es alimentada pasivamente del mismo
modo que los muñecos.
Tras algunas entrevistas con la madre, la situación respecto a la comida
mejora. Comprobamos que su construcción prosigue ahora bajo otra modalidad en
relación al objeto oral. Porque, además de su rechazo selectivo (muy pocos
alimentos se salvan, y los come en cantidades reducidas), desarrolla algo que
tiene un valor de síntoma. Por un lado, ahora Lara sólo puede comer en una mesa
aparte, siempre y cuando no se le pida que coma. Pero, por otro lado, cuando se
le pide que lo haga, tiene arcadas y vomita, sin poder evitarlo, lo cual
también le sucede cuando ve a otros comer.
De este modo, la construcción del borde coincide en este punto con el
desarrollo de una negativa a lo que vive como una exigencia del Otro. Pero no
se trata tan solo de negativismo, sino
de una respuesta que implica un acontecimiento del cuerpo. La estructura del
borde incluye, por lo tanto, ese elemento de un límite donde se inscribe de un
modo regulado algo pulsional, produciendo así un margen en el que la iniciativa
del sujeto está implicada. Ya no está en juego sólo lo que los otros quieren,
sino también lo que ella misma quiere.
Esto coincide con un cambio importante en la relación con los otros
niños. Mientras que antes estaba limitada a sufrir los acercamientos de los
demás, primero insoportables y luego tolerados, ahora es Lara quien se acerca a
ellos y se interesa activamente, hasta el punto en que, en algunos momentos,
puede jugar con ellos. Al mismo tiempo, en la familia pide lo que quiere y
acepta bien las muestras de afecto. Incluso en algunas ocasiones es ella misma
quien se acerca para dar un beso o un abrazo a su madre, su padre o su hermana.
En consecuencia, el nuevo paso dado en la construcción del borde en su
relación con el Otro muestra el doble valor y el doble uso que aquel puede
tener. En primer lugar, como es obvio, mantiene a un Otro desregulado a
distancia. Pero, por otra parte, cuando se afianza y se torna más complejo (y
en este caso se ve que ahora incluye algo de lo pulsional que hasta entonces no
formaba parte de él), le sirve al sujeto para instaurar un vínculo posible en
el que el deseo del sujeto empieza a tener un lugar. De ahí que lo que aparece
como una fuerte restricción, una barrera fuerte en ciertos aspectos, permite
que otros aspectos de su relación con los demás mejoren de un modo importante,
abriendo así la puerta a una evolución posterior y una decidida mejoría del
pronóstico.
La identificación con la “niña
guapa”
En efecto, Lara no se detiene. Prosigue con su construcción y, a partir
de lo hecho hasta ahora, no sólo desarrolla nuevas posibilidades en su relación
con los demás: también puede acercarse de otro modo a ella misma, a lo que ella
es, cómo representarlo, como nombrarlo.
Entonces su relación con la palabra empezará a trasformarse. Una vez que
ya se ha alcanzado algún modo de situar quién habla en su palabra, ésta empieza
a tener otra función posible, vehicula otras cosas. En esta etapa, muy
significativamente, su palabra adquiere un nuevo desarrollo en relación a una
nueva aproximación al espejo, ésta vez con una participación lo pulsional
escópico en el que se esboza un deseo del sujeto formulado al Otro. Al mismo
tiempo, esa misma palabra se convierte también en medio de expresión de júbilo.
Como a continuación veremos, son aspectos que coinciden en una misma operación.
Así, Lara ya tiene cinco años y continúa dibujando, pero ahora sus
dibujos son figurativos; los hace, los pinta y los recorta. La localización del
borde en el plano de la imagen de cuerpo sirve pues, de nuevo, como punto de
partida. En una ocasión, dibuja una figura humana y me dice: “Mira, está contenta;
la nena está contenta”. Acto seguido, se va delante del espejo, se mira
seductoramente, mostrando la camiseta que lleva puesta. A partir de entonces,
cada vez que me ve, muestra la ropa que lleva y
habla de ella: “Mira, qué guapa la blusa” o “Mira qué guapa estoy”.
Se comprueba, por lo tanto, que desde ese momento su imagen especular
está libidinizada y le sirve para situarse frente al Otro de un modo que ya no
es o puro rechazo o pasividad. Y, en efecto, este nuevo paso, esta posibilidad
de identificarse con la “niña guapa”, le permitirá relacionarse con los otros
de una manera más normalizada. En la escuela y también en otros ámbitos, Lara
busca la relación con los demás niños. El semblante de niña es algo que, a
partir de este momento, puede utilizar en su relación con los otros.
Destacamos esta cuestión de la “niña” ya que Lara no se ubica en
relación al conjunto “niños”. Para ella se trata de un significante mucho más
pegado a una imagen concreta, al modo de un signo[3] a este respecto. Así, en una
sesión en la que buscamos videos para niños, en oposición a videos de adultos,
al oír “niños” ella dice: “Pero yo no soy un niño”.
Por otra parte, como se ve por ejemplo en esta misma réplica, esa
modalidad de identificación en la que se reconoce se acompaña de un avance en
la asunción de una enunciación. Su “pero” supone una modalidad de objeción que
ya no es el negativismo. Se trata de algo que pasa al discurso y que representa
una toma de posición por parte del sujeto.
Destacamos este rasgo porque corresponde a un paso más que ella ha dado
en la toma de la palabra, visible en otros aspectos. Ahora Lara ya puede, con
las palabras, pedir objetos presentes o incluso ausentes, y sabe que el
lenguaje sirve para algo del orden de la comunicación, mucho más allá de la
designación de objetos o de pedirlos. Hay en juego un decir, un posicionarse,
comunicar preferencias y afectos. Aunque, por otra parte, sigue hablando de un
modo un tanto estereotipado, rígido.
Por ejemplo, ha aprendido algunas frases que utiliza en sus
acercamientos a los otros, como por ejemplo “Hola, quieres jugar?” o “Quiero
pintar”, o “Mira, ¿estoy guapa?” Son inicios de diálogos que no siempre es
capaz de continuar. Si el otro responde de una manera diferente, inesperada
para ella, no sabe proseguir. Por otro lado, puede responder si se le dirigen
directamente, pero sin embargo a menudo tiene dificultades con el sentido, por
ejemplo cuando hay polisemia u homonimia, y le es complicado situarse respecto
del contexto.
Lo que vemos en este caso es que Lara, tras el rechazo inicial y después
de un laborioso recorrido, puede tomar cosas del discurso del Otro para hablar
ella misma. Aunque esto lo hace con condiciones, con algunos límites; por
ejemplo, no quiere saber nada de los equívocos. En algunos puntos necesita que
ciertas cosas se mantengan inmutables. Pero, paradójicamente, a pesar de y como
en los intersticios de esta construcción hecha con pedazos rígidos, hay una
cierta flexibilidad que en algunos momentos le permite hacer pasar por la palabra
algo de ella misma.
De la
ecolalia al diálogo
Se trata de un tratamiento en curso, un niño atendido desde hace un año
y dos meses. Los padres de Juan consultan cuando él tiene tres años. El motivo
es que presenta dificultades de integración en la escuela, no se relaciona con
los otros niños, presenta desconexiones, deambula por la clase y por el patio,
no responde cuando se le dirigen, y cuando lo hacen, ocasionalmente repite lo
último que se le ha dicho. Por otra parte, lo que preocupa a sus padres es que
no aprende.
Será a partir del encuentro con un Otro diferente en la transferencia
que este niño podrá hacer un recorrido que le permitirá – apoyándose primero en
significantes aislados que tienen valor de signo – comenzar a hablar. Esto último ocurrirá
cuando pueda empezar a establecer cierto tipo de conexiones entre
significantes, cosa que logrará de un modo singular: en efecto, esas conexiones
se producen a través de objetos a modo de soportes. Por otra parte, la conexión
sintáctica entre significantes se incluirá igualmente de entrada en otro nivel
de conexión, porque el discurso adquirirá la forma de un diálogo. Éste diálogo
surgirá entre dos objetos en los que, precisamente, la cuestión del “enganche”
estará en primer plano, aunque también la del desenganche.
La ecolalia
Al inicio, en sesión, Juan repite aisladamente cada una de las palabras
que oye, con insistencia. Su tono de voz es monocorde, su cara inexpresiva.
Esquiva la mirada y su apariencia es de estar siempre en tensión.
Se interesa por los coches y otros vehículos. Para poder tomar los
objetos por primera vez, acerca una mano al objeto, mientras que con su otra
mano toma la mía. Entonces, puede tocar el objeto, luego cogerlo y, finalmente,
soltar mi mano. De esta forma puede ir tomando los objetos uno a uno. Pero no
juega con ellos; coge un coche y otro y otro más, y los coloca tanto en la mesa
como en el suelo, mientras que va repitiendo su nombre genérico: “coche”,
“camión”, “grúa”. A modo de signos, esos significantes sueltos sólo sirven para
designar objetos igualmente sueltos. No hay ninguna especificación, ninguna
diferencia entre un coche y otro, ninguna referencia al color de cada uno, al
tamaño. Tampoco usa esas palabras para pedir los objetos nombrados.
A los dos meses de venir, Juan ya puede coger los objetos él solo. Es
entonces cuando puede añadir a su manipulación de objetos un elemento humano:
incorpora un “conductor”, el “señor verde”, un muñeco de playmóvil que siempre
ha de ser el mismo, aunque significativamente ya hay dos formas diferentes de
nombrarlo. Pero un día no está ese muñeco y Juan repite insistentemente “el
señor verde, el señor verde, …”. Mis palabras respecto a que no sé dónde está,
que podemos buscarlo, etc., no lo pacifican. Encuentro otro muñeco que está
vestido de azul y tiene un poco de verde, y lo nombro “el señor azul y verde”. Él repite mis
palabras y lo incorpora como conductor. En las siguientes sesiones busca uno u
otro de estos muñecos. Sigue destacándose la referencia de los significantes
empleados a lo concreto del objeto nombrado. De ahí su insistencia en el color
cada vez que nombra el objeto. Se diría, pues, que la expresión “señor verde”,
a pesar de estar formada aparentemente por dos significantes, no constituye
sino un solo signo. Lo mismo podría decirse de “señor azul y verde”.
Esta insistencia por sostenerse en el régimen inmutable de lo uno se
puede poner también en relación con algunas cuestiones referidas a su cuerpo,
en particular con sus serias dificultades en los cambios de ropa. Su madre
cuenta que cada vez que han de cambiarlo, para ponerle el pijama por la noche y
para ponerle la ropa de calle por la mañana, Juan hace unas rabietas muy
fuertes, en las cuales a veces está a punto de entrar en pánico. Generalmente,
lo que más le cuesta es quitarse lo que lleva puesto, pero en ocasiones también
ha ocurrido que, una vez logrado esto, luego no acepte volver a vestirse y
deambule desnudo. Cuando lo bañan – cosa que le gusta mucho – acepta mejor que le quiten la ropa, pero
luego no quiere vestirse.
El control de esfínteres ya se ha producido, pero sin ninguna
subjetivación: él no pide. Si lo ponen a hacer pipí, lo hace, y si no, suele
aguantar muchas horas. Pero varias veces, como no pide, al final se le ha
escapado. Cuando esto ocurre, Juan tampoco avisa; se queda mojado y cuando los
demás ven que esto ha ocurrido lo cambian.
El nombre y la diferencia
A los cinco meses de tratamiento, Juan empieza a aprender
paulatinamente, pero sin detenerse, las marcas de los coches, los diferentes tipos
de camiones y de trenes. Es el primer paso desde “coche” – aplicado a cada cada
uno por igual y por separado – hasta algo que introduce un estatuto diferente
al del signo. Por un lado, la marca introduce la dimensión del nombre. A cada
coche le asigna un nombre con una precisión asombrosa. Y cuando ha podido llevar a cabo esto, luego va
incorporando características tales como el color, el tamaño y las partes. Ahora
las características del objeto, designadas con un adjetivo, ya no están pegadas
a la palabra que lo designa. Juan utiliza su excelente memoria como recurso que
le permite ir incorporando nuevos elementos a una serie de objetos que se va
extendiendo.
Considerada en conjunto, su relación con el lenguaje sigue siendo muy
dificultosa. En todo caso, el cambio que se ha producido es significativo. Y
ello tiene una consecuencia importante: ya no rechaza de plano la enunciación
del Otro respondiendo con una ecolalia. Ahora, cuando, por ejemplo en la
escuela, se dirigen a él pidiéndole o preguntándole algo, Juan responde.
Aunque, eso sí, mediante un recurso que le ahorra enfrentarse de lleno con su
propia enunciación: lo hace hablando muy flojito, tanto que resulta
prácticamente inaudible.
El enganche, el diálogo, la
entonación
Hasta ahora, Juan todavía no ha hecho pasar de ningún modo su
enunciación propia a la palabra. Si bien su capacidad para nombrar objetos y
sus características se ha hecho cada vez más completa y tiene mucho
vocabulario, no hay todavía nada que se pueda llamarse un lenguaje expresivo.
A los nueve meses de tratamiento, la serie de coches, grúas y autobuses
que constituyen su amplio catálogo de objetos empiezan a trasladarse. Y Juan
construye frases correctas que describen las acciones correspondientes. Las
frases van adquiriendo una complejidad creciente: “El señor se va con el
camión”, “El coche se ha estropeado, hay que llevarlo al taller”. Ha pasado,
pues, decididamente, de las palabras sueltas a los pares de palabras y, al fin,
a frases bien construidas.
Sin embargo, en tales frases no existe la menor entonación, ningún tipo
de acentuación. En este sentido, se trata de un lenguaje inexpresivo que no
trasmite nada del propio sujeto de la enunciación, ni de la implicación en la
palabra de su cuerpo de parlêtre.
El equivalente a esa entonación faltante aparece lateralmente, sin
embargo, a través de canciones de la televisión: “El coche de papá”. Canturrea
“el coche se va... pipipí” y “el coche ha venido... pipipí”.
Significativamente, en estas frases cantadas, aunque haciendo referencia al
sonido del claxon de coche, está incluido el significante “pipí”. Y, aunque
éste sea pronunciado de un modo indirecto a través de canciones – que
constituyen, como tales, un lenguaje estereotipado tomado del Otro –, este
significante pronunciado por él tiene consecuencias: en este momento, Juan
empieza a pedir en las sesiones, “caca”. Durante un breve período de tiempo,
cada vez que viene, en algún momento de la sesión, dice “caca” y se dirige a la
puerta. Tras esto, comienza a pedir también en la escuela cuando tiene que ir
al lavabo.
Sin embargo, no se ha producido todavía una acceso pleno a la palabra,
en el sentido de que no es capaz de sostener un diálogo y todavía no puede
hablar de forma expresiva: la entonación sigue ausente. Es entonces cuando, a
través de una serie nueva de objetos, desarrollará un juego basado en el
enganche y desenganche. Mediante este juego, su relación con la palabra
empezará a transformase hasta lo que constituye el último paso que aquí
consideramos en su camino al habla.
En efecto, al año del tratamiento, Juan se interesa específicamente por
los trenes y sus vagones. Se acerca pidiendo ayuda para engancharlos y
desengancharlos. El tren empieza a hacer recorridos. Un día, surge un diálogo
entre dos vagones, diálogo en el que, por primera vez, surge una forma de
hablar con una entonación rica, detallada, diferenciada. Así, un vagón le dice
al otro: “Mira, yo tengo ruedas!”, a lo que el segundo responde: “Y yo tengo un gancho!” En otra
sesión, un vagón le dice al otro: “¡Suéltame!”;
y el segundo le responde: “¡No te voy a soltar!”. “¡Suéltame!”, insiste el
primero, a lo cual el segundo responde aceptando: “Vale, te suelto”. Otro de
los diálogos es el siguiente: “¡Venga, vamos al centro comercial!” El otro
vagón responde: “¡Vale, vamos!”
Este inicio de diálogo, muy expresivo, que contrasta con lo monocorde de
su voz hasta el momento, es un acceso a otra relación con la palabra, que le
permite a Juan empezar a hablar en un sentido más pleno. Puede empezar a pedir
– no sólo al Otro de la transferencia, sino a otras personas que trabajan en el
centro – juguetes, de los que él recuerda perfectamente en qué sala están y,
por lo tanto, a quién debe pedirlos. Asimismo, en la escuela, Juan empieza a
relacionarse con los otros niños a través de la palabra y se dirige a la
maestra para pedirle ayuda en distintos contextos.
Persiste todavía un límite definido en su capacidad para soportar todas
las consecuencias de un diálogo. Por ejemplo, la cuestión de responder cuando
se le dirigen sigue siendo para él un punto difícil, y por lo general no
responde. Pero sí comienza a hacerlo cuando lo que le están diciendo o
preguntando tiene algún interés especial para él.
Para concluir
Para algunos sujetos, llamados autistas, la dificultad central se sitúa
en la enunciación, cuyo soporte fundamental es la voz. Cuestión que se traduce
en un rechazo de la enunciación del Otro, pero también en la imposibilidad de
tomar la palabra, hasta el punto de que la palabra no surge, o cuando lo hace,
ello es con limitaciones graves. El goce del sujeto que no se invierte en la
palabra, goce desregulado, sin ley, retorna a un borde[4], estructura en cuya
construcción el sujeto empeña un esfuerzo constante. Dicho borde separa al
sujeto del Otro y marca su relación con los objetos, además de mantenerlo fuera
de discurso bajo una modalidad específica.
En todo caso, esta constelación de rasgos adquiere una forma sintomática
específica en cada caso, que marca las condiciones para todo tratamiento
posible que logre cierta restitución de la posibilidad de tomar la palabra para
el sujeto, invirtiendo en ella algo de su goce de ser viviente. Sólo así es
posible, por otra parte, una regulación más efectiva del goce y el
establecimiento de algo que supla el lazo social.
Por otra parte, el síntoma en cuestión no es nunca unidimensional. El
borde que define separa al sujeto del Otro, pero también establece las
condiciones para llevarlo más allá. Probablemente el sujeto nunca salga de esos
límites, pero éstos se amplían, se hacen más porosos.
A lo largo de este trabajo, el acceso posible a una palabra constituye
un elemento crucial. El mutismo, o la ecolalia y otras formas de lenguaje
estereotipado, son unos de los rasgos más visibles en los niños comprendidos en
la gama de lo que hoy día se presenta como espectro autístico. En consecuencia,
se encuentran entre los problemas que más a menudo motivan una demanda de
tratamiento, un diagnóstico... y finalmente son objeto, con cada vez mayor
frecuencia, de un tratamiento cognitivo-conductual.
Como hemos motrado, la singularidad de las vías de acceso al habla son
totalmente ajenas a cualquier discurso educativo o cognitivo. Y en todo caso
vienen definidas por el propio sujeto. El analista opta por acogerlas y
desarrollar sus potencialidades, en vez de tratar de eliminarlas o someterlas a
una normalización del tipo que sea.
En el nudo que está en juego la cuestión de la enunciación, participan
lo simbólico del lenguaje, lo imaginario del cuerpo y lo real pulsional. Pero
las vías para su reanudamiento son muy diversas y vienen indicadas por ciertos
rasgos sintomáticos en cada caso.
Lara nos enseña que las cierto trabajo con identificaciones imaginarias
despeja el camino y brinda al sujeto un asidero para empezar a hablar. Ello se
lleva a cabo de un modo más auténtico cuando algo de la libido se puede alojar
en una identificación en la que el goce del sujeto tiene un lugar. La niña con
la que se identifica constituye un estadio importante en la formación de un
yo(je) desde el que puede hablar – con esto aludimos a un rasgo del título que
Lacan dio a su escrito “El estadío del espejo”. Pero esto es así porque se
trata de un significante y de una imagen a los que se asocia una carga
libidinal. La niña es valiosa como bella
y reconocida como tal por el Otro y por el propio sujeto. Pero no es suficiente
con esa delimitación imaginaria del borde y la producción de “la niña”. El
borde, como límite entre el sujeto y el Otro, pasa en un momento importante por
un tipo de respuesta que pone en juego lo real del cuerpo. Es la pulsión oral
lo que interviene y es objeto de alguna regulación, en la que el Otro es
mantenido a raya. Que ese borde participa aquí de lo real, lo demuestra un
acontecimiento del cuerpo en el que la pulsión oral está implicada.
Para Juan, por el contrario, la cuestión no se aborda a través de la
imagen especular. Hay una modalidad de objeto que surge (los vagones de tren)
que en verdad tiene hasta cierto punto la función de un doble, en tanto sirve
de soporte imaginario para la enunciación del sujeto. Pero se trata de algo
episódico, que no cumple el papel importante que tiene Pato para Lara. En el
caso de Juan, tanto el síntoma como su trabajo subjetivo se sitúan en el plano
del enganche y desenganche de las palabras. Seguramente, para que las palabras
puedan engancharse adecuadamente y puedan dar lugar a un decir, primero tienen
que poder desengancharse. Recordemos que, de entrada, para él las palabras
están enganchadas a las cosas; y también, o están del todo aisladas, o bien se
enganchan excesivamente constituyendo una unidad sin intersticios. Los
enganches de los vagones son el medio (igualmente imaginario, pero inscrito en
una lógica diferente) para que pueda surgir el significante como separado de la
cosa y con la aptitud para engancharse de otros de modos lo suficientemente
libres como para poder transportar una enunciación propia.
En un caso y otro, la cura viene marcada por la forma en que, para el
propio sujeto, está planteado el problema. En el centro del tratamiento se
encuentra, pues, la invención del sujeto, acogida con todo respeto por el
analista.
[1] Agradecemos la amable autorización de sus autores.
[2] En el CDIAP de Sant Boi de Llobregat (Barcelona), centro que forma
parte de la red de servicios de Atención Precoz de Cataluña. En él los niños
son atendidos, entre otros, por psicoanalistas. Los casos son discutidos por el
conjunto del equipo.
[3] Sobre el estatuto del significante en forma de signo en el autismo,
veáse Jean-Claude Maleval, L'Autiste et sa voix, Seuil, Champ Freudien,
2009, pág. 180.
[4] “... fait retour sur un bord”, tal como esta noción introducida por
Éric Laurent en “Discussion”, en L'Autisme et la psychanalyse, Presses
Universitaires du Mirail, Toulouse, 1992, pág. 156.